Hace unos días encendí la radio en un dial que casi siempre pasaba de largo. Pero esta vez no, me quedé ahi con el dedo tieso, perpleja a la noticia: un casamiento consumado, y una vida feliz. Me hubiera gustado mucho asistir - pensé-, bueno, a la boda , aunque más no sea, después si uno asiste a una vida feliz, eso... habrá que ver. Incluso pensé tal vez que hasta podría haber arrebatado mi bicicleta y haberla hecho rodar desesperadamente por las calles adoquinadas de la ciudad , al igual que esas noches , cuando corria a sus brazos, porque el rocío me inundaba la piel.
Pero lo cierto es que, desde que mi dedo quedó inmovil en el dial de mi radio , he tratado el asunto bastante detenidamente con mi corazón- un lugar muy sensato, por cierto- y decidimos que no iría más a ninguna boda, donde la noticia me llegara por esa emisora, ni que tampoco haría más rodar mi bici por la ciudad que contiene a todos esos cables que hacen saber a todas las casas, de un casamiento .
Pero de todos modos, donde quiera que esté, no soy de las personas que ante semejante "dicho y hecho" se quedan quietas. Asi que , puse manos a la obra e hice un paquetito, nada de alta complejidad, pero tampoco nada de cursilerías, papel madera nomás. Y me dispuse cual maga, intuitiva, y asombrosa a encontrar esos reveladores apuntes sobre el novio tal como yo lo conoci hace unos años atrás.
A las tres de la tarde ya había guardado todo prolijamente, quedaba gordito el paquete, la verdad. Me sudaban las manos , y estaban un poco amarronadas por el papel, que deslizaba en mis dedos. Una macedonia de frutas y perlas escritas por Anais Nin, Truman Capote, Verlaine, Bukowsky, Artaud, nutrian mi paquete y una poesia de Spinetta del libro Guitarra Negra, describia su mirada como ninguna. El paquete quemaba, y era preciso, contundente, sabio.
De pronto, sin tener un plan definido, me alejé del estante que lo guardaba celosamente, la verdad es que se veia hermoso mi regalo ahi solito mezclado en la madera. Me puse el pulover verde oliva, el impermeable, las botas de agua, los guantes de lana y el gorro y salí. Recuerdo haberme quedado de pie en la plaza , atónita, mirando esa torre imponente y el ventanal del decimo quinto piso un largo rato.
Crucé la calle muy despacio. Subi las escaleras, eran muchos escalones y frios, pero el ascensor me atemorizaba demasiado. No vaya a ser cosa que encerrada y por aburrimiento, me vea obligada a abrir el paquete hasta que alguien me rescatara.
Miré mi reloj, y después otra vez la pizarra del cuarto aquel, una y otra vez. Habian colocado prolijamente con alfileres amarillas un papel con su nombre y el horario en el que él se encontraba allí. Miré de nuevo mi reloj. De pie y con la mirada en alto me saqué el gorro y en ese instante la luz de " Aire" se apagó.
Pasó mucho tiempo antes de que mis dedos tiesos como en el dial, pudieran secar el paquete de tanta lluvia de la tarde. Cuando por fin lo conseguí, alguien irrumpió desde el ascensor plateado, una mujer esbelta, soberbia, con rouge oscuro en los labios, plateado también era su cabello, en verdad toda ella parecia de plata.
Tuve un segundo de cordura, dos instantes de nostalgia, tres lágrimas en mis ojos pecosos. No presté atención a los relámpagos, que estallaban en los vidrios, ni a las gotas que corrian en la tinta de los escritos. Me dirigí hacia la escalera, y al cruzar la plaza, arrojé a Artaud empapado, ávido de un montón de hojas secas, junto a los tilos>

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