Un otoño como cualquier otro. Bueno, es un decir, porque a las hojas está vez no se las llevó el viento. Casi las mismas nubes se apuran para llegar a este cuadriculado cielo.
Por si te preguntaran, este pedacito de ciudad a diario se encapricha. Casi no quiere tutearse con la sombra de los tilos. Tampoco elige de a ratos siquiera vestirse de lila con los jacarandas.
Es decir, por designio propio no es más que un simple tramo de asfalto gris.
También y por si no lo conocieras, goza de un par de antiguas esquinas. Un café, unos taxis, historias. Puedo contarlas, a las palomas, tres o cuatro o hasta cien anidan por antojo en la ventana.
Eso sí, una mañana ya no recuerdo cuándo, esta cuadricula de cielo cambió. Y como ocurre casi siempre, todo tramo de asfalto gris nunca volvió a ser el mismo.
Pero, por si ya no fuera imprudente la ausencia de un jardín florido en la puerta de entrada, se decidió colocar un cerco de vallas. Metro y algo de alto y en grilla. Claro está, las miradas para esta lenta humanidad a veces son de a cuadritos.
Así las cosas, la calle del bar, de los perfumes caros, el grito de diaaario los dedos dibujados en los vidrios, las mentitas, todo aquello se colmó de miradas nuevas.
De banderas. Zapatillas. Sueños. Cachetes. Ideales. Hambre. Tiza. Desocupación.
De anhelos. Derechos. Guardapolvo. Madre. Mujer. Hombre. Padre. Hijo.
El cordón de las dos veredas sin titubeos desbordó en palabras, vislumbró miradas.
Que al principio nada parecían mirar, es algo cierto. Sin embargo, el tilo ausente casi nunca sombrea el olvido.
Es la historia de un niño que no se olvida, no aprendió casi nada del deber de olvidar Y será por eso que tantas veces no sabe qué hace ahí. Pero está. Paciente, inquieto. Mirando.
Se sienta y se vuelve a parar, quiere decir algo pero no le sale.
Piensa que tal vez si grita como los otros, si alza su mano lo escuchen. Pero ¿ quién?
A veces juega a mirar tras la grilla del vallado, para pasar el rato. Y de a cuadritos descubre intranquilo a los hombres del traje azul. Tantos. Tanto calor, tanta ropa, tanto perro, tanta arma.
Anoche lo vio en la tele. Decían que éramos nosotros, que ellos eran y que ustedes eran. ¡Que éramos tantos! Que estábamos ahí. ¿Mirando?
Dicen por ahí que ver no es igual que mirar. Y es que no, a esa mirada vacía de alma, no hay con qué pestañearle. Esa mirada le cansa, le fastidia por las noches cuando no puede dormirse.
Cada tanto le gusta su barrio. Pero otros días gana un rincón en este pedacito de ciudad y pinta en el suelo otra bandera igual a la que pintó la otra mañana cuando en ese mismo cordón estaba sentado... esperando.
Ya el sol chispea bien alto. Sus ojitos negros se achican y sus cachetes colorados le anuncian que ya es mediodía. Siente que es una suerte en medio de tanta respuesta ausente. Un manojito de oro brillante que se filtra como en los cuentos. Como la alegría en el desamparo. Y ahora sí, por fin mira al cielo, no lo ve a cuadritos... y sonríe.
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lunes, 8 de abril de 2013
M i R a D a S >
Un otoño como cualquier otro. Bueno, es un decir, porque a las hojas está vez no se las llevó el viento. Casi las mismas nubes se apuran para llegar a este cuadriculado cielo.
Por si te preguntaran, este pedacito de ciudad a diario se encapricha. Casi no quiere tutearse con la sombra de los tilos. Tampoco elige de a ratos siquiera vestirse de lila con los jacarandas.
Es decir, por designio propio no es más que un simple tramo de asfalto gris.
También y por si no lo conocieras, goza de un par de antiguas esquinas. Un café, unos taxis, historias. Puedo contarlas, a las palomas, tres o cuatro o hasta cien anidan por antojo en la ventana.
Eso sí, una mañana ya no recuerdo cuándo, esta cuadricula de cielo cambió. Y como ocurre casi siempre, todo tramo de asfalto gris nunca volvió a ser el mismo.
Pero, por si ya no fuera imprudente la ausencia de un jardín florido en la puerta de entrada, se decidió colocar un cerco de vallas. Metro y algo de alto y en grilla. Claro está, las miradas para esta lenta humanidad a veces son de a cuadritos.
Así las cosas, la calle del bar, de los perfumes caros, el grito de diaaario los dedos dibujados en los vidrios, las mentitas, todo aquello se colmó de miradas nuevas.
De banderas. Zapatillas. Sueños. Cachetes. Ideales. Hambre. Tiza. Desocupación.
De anhelos. Derechos. Guardapolvo. Madre. Mujer. Hombre. Padre. Hijo.
El cordón de las dos veredas sin titubeos desbordó en palabras, vislumbró miradas.
Que al principio nada parecían mirar, es algo cierto. Sin embargo, el tilo ausente casi nunca sombrea el olvido.
Es la historia de un niño que no se olvida, no aprendió casi nada del deber de olvidar Y será por eso que tantas veces no sabe qué hace ahí. Pero está. Paciente, inquieto. Mirando.
Se sienta y se vuelve a parar, quiere decir algo pero no le sale.
Piensa que tal vez si grita como los otros, si alza su mano lo escuchen. Pero ¿ quién?
A veces juega a mirar tras la grilla del vallado, para pasar el rato. Y de a cuadritos descubre intranquilo a los hombres del traje azul. Tantos. Tanto calor, tanta ropa, tanto perro, tanta arma.
Anoche lo vio en la tele. Decían que éramos nosotros, que ellos eran y que ustedes eran. ¡Que éramos tantos! Que estábamos ahí. ¿Mirando?
Dicen por ahí que ver no es igual que mirar. Y es que no, a esa mirada vacía de alma, no hay con qué pestañearle. Esa mirada le cansa, le fastidia por las noches cuando no puede dormirse.
Cada tanto le gusta su barrio. Pero otros días gana un rincón en este pedacito de ciudad y pinta en el suelo otra bandera igual a la que pintó la otra mañana cuando en ese mismo cordón estaba sentado... esperando.
Ya el sol chispea bien alto. Sus ojitos negros se achican y sus cachetes colorados le anuncian que ya es mediodía. Siente que es una suerte en medio de tanta respuesta ausente. Un manojito de oro brillante que se filtra como en los cuentos. Como la alegría en el desamparo. Y ahora sí, por fin mira al cielo, no lo ve a cuadritos... y sonríe.
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